El desperdicio alimentario se convierte en proyecto gastronómico en Ecuador

SANTIAGO ROSERO, EL CHEF QUE CONVIERTE EN ORO LOS DESPERDICIOS QUE NADIE QUIERE

TAGS: ENTREVISTA, FOOD PEOPLE, RESTAURANTES, ECUADOR

POR GABRIELA PAZ Y MIÑO

Conseguir una estrella Michelin no es el sueño mayor de Santiago Rosero. Y no es que este cocinero quiteño desprecie el reconocimiento al que aspiran los chefs de los mejores restaurantes del mundo. Es, simplemente, que las metas de este ecuatoriano, creador del proyecto socio gastronómico Idónea-Rescate de Alimentos, que trabaja por reducir el desperdicio alimentario, en Quito (su ciudad natal), van por otros caminos. 

Rosero, chef/periodista/fotógrafo/músico, siente que su cruzada personal tiene sentido cuando logra, por ejemplo, que alguien se convierta a la fe del consumo responsable y le confiese que se lo ha pensado dos veces antes de tirar a la basura un plátano demasiado maduro. O cuando otra persona decide transformar ese plátano “dañado” en un delicioso pan, o simplemente quitarle la parte podrida y darle una segunda oportunidad. O cuando un tercero se decide a consumir ¡sin miedo! un yogur que tenía la fecha de caducidad cercana.

Foto: Karlha Echeverría

Foto: Karlha Echeverría

Son cosas así de sencillas las que plantan una sonrisa en el rostro de este ecléctico quiteño, de 41 años y padre de un niño de ocho. Un espíritu viajero, conocido (y también premiado) como periodista narrativo y como músico de la banda RoCola Bacalao

Rosero se siente realizado “con estos gestos pequeños se construyen las cosas grandes”. Su obsesión por “diseccionar” los componentes de cada plato, para leer en esos ingredientes las implicaciones sociales, laborales, económicas, ambientales y políticas –sí, políticas- de su producción (y, por tanto, de su consumo), tiene un fin claro: lograr una aproximación informada y comprometida con el universo esencial de la comida. 

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La historia. el desperdicio alimentario en parís

Todo empezó en un restaurante de París. Allí fue a trabajar en una segunda etapa de migrante (la primera fue en Nueva York). Se enroló en un restaurante que servía comida preparada utilizando, como base, la materia prima que se recogía en un mercado ubicado en las afueras de la ciudad. Entonces conoció de primera mano el trabajo de un grupo de gente que compartía el compromiso de contrarrestar lo que él describe como un “flagelo”: el desperdicio de los alimentos. El calificativo no parece exagerado, si se conocen solo dos de tantas cifras que Rosero cita con frecuencia: la tercera parte de los alimentos que se producen en el mundo se desperdicia cada día. “Si solo una cuarta parte de esa cantidad se salvara, podrían alimentarse los 821 millones de personas que pasan hambre”.

De regreso al Ecuador, a finales de 2018, diseñó junto a una amiga suya, un proyecto que daba forma concreta a ese compromiso: Idónea-Rescate de Alimentos. Como parte de la misma búsqueda y junto con su socio italiano, Mateo Rubbetini, creó “Fermento”, en La Vicentina, un barrio ubicado en el centro de Quito y famoso por los “agachaditos” (una serie de puestos, a pie de calle, en donde se encuentran joyas de la gastronomía popular ecuatoriana). Rosero define “Fermento”, como un laboratorio gastronómico y cultural que, por ahora, debido a la pandemia del Covid-19, funciona como despensa de productos agroecológicos y artesanales. En el futuro, cuando la crisis remita, volverá a su propósito inicial: abrir las puertas de sus instalaciones y prestar sus equipos para la experimentación gastronómica, siempre con el concepto del aprovechamiento racional que busca Idónea-Rescate de Alimentos.

La tercera parte de los alimentos que se producen en el mundo se desperdicia cada día. Si solo una cuarta parte de esa cantidad se salvara, podrían alimentarse los 821 millones de personas que pasan hambre.
— Santiago Rosero

-Hace poco alguien te llamó “amasador de historias”. ¿Te calza la definición?

La preparación del pan ha sido mi pasión de los últimos años, así que un amigo periodista encontró esa metáfora. Tiene sentido, porque yo hago un periodismo de largo aliento, que toma mucho tiempo en desarrollarse y hay una analogía con la fermentación del pan y con el tipo de cocina que practico. Sin embargo, no me interesan mucho esos calificativos.

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-¿Eres cocinero o periodista?

En términos formales, soy las dos cosas, pues estudié las dos carreras. Cuando me gradué de Gastronomía (en la Universidad San Francisco de Quito), me fui a trabajar a Nueva York y luego, al volver a Quito, me puse a trabajar en un restaurante. Después de un tiempo, me di cuenta de en ese momento de mi vida, no estaba listo ni dispuesto para encerrarme en una cocina y dejar que la vida pasara afuera. Entonces me fui a viajar por Europa unos tres meses, para ver qué pistas encontraba. Decidí seguir el camino a mi pasión por escribir y volví a la universidad, en Quito, para estudiar periodismo. Desde antes de graduarme, empecé a trabajar en medios que me permitieron desarrollar el periodismo narrativo. Eso fue en el 2003. 

En el 2010, después de terminar una maestría en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), me fui a vivir a París y allá me empecé a interesar en otros aspectos de la gastronomía. Intentaba profundizar, más allá del efecto hedonista del acto de comer; buscar las implicaciones más profundas y la relación de los alimentos con la economía, la política, la historia, la ecología, las relaciones de género. Todo lo que encierra un plato de comida cualquiera. Al mismo tiempo, trabajaba en Radio Francia Internacional y allí pude abarcar muchos de estos aspectos. Llegó un punto en que sentí la necesidad y el deseo de volver a una cocina y busqué trabajos. Gracias a las modalidades laborales que hay allí, pude combinar mis dos pasiones.

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-¿Cómo te abriste paso en París, en esa segunda experiencia como cocinero?

El primer trabajo que tuve fue en un restaurante cuyo principio era evitar el desperdicio de comida. Los alimentos los recuperaban del gran Mercado Mayorista de Rungis, que está a las afueras de París. Se trata del mercado de alimentos más grande de Europa. Yo había leído un artículo en Le Monde acerca de este restaurante y me pareció muy interesante. Fui a su página de FB y encontré un anuncio que decía: necesitamos voluntarios para cocinar. Escribí y me respondieron inmediatamente. Me presenté a los dos días. El primer día estuve como voluntario. Yo les dije que sabía cocinar y me propusieron que me hiciera cargo en uno de los días en que ellos abrían (de viernes a lunes), como Jefe de Cocina.

¡Qué gran muestra de confianza!

Supongo que demostré algo el primer día. Yo escribí sobre esto una serie de crónicas, aunque no aparecí en ellas directamente. Gracias  a esta experiencia, me adentré en el fenómeno del desperdicio de alimentos, que era algo que yo desconocía, porque acá (en Quito), nunca había escuchado que se mencionara algo al respecto. Me quedé muy conmovido por esa realidad y rápidamente y sin mayor esfuerzo desarrollé un compromiso, que yo considero político, contra el desperdicio de comida. Ahí trabajé un tiempo y después lo hice en varios otros lugares. 

Me inscribí en una aplicación que te anunciaba cuando había un puesto en la cocina de un restaurante. Decía, por ejemplo: “Hay una vacante de subchef o de ayudante por un día o por una semana. ¿Aceptas?” Si lo hacías, te contactaban enseguida. Gracias a eso, trabajé en lugares tan distintos como un bistró común y corriente o un restaurante vegano de alta cocina. 

LA DURA VIDA DE SER cocinero

Decías que, en un momento de tu vida, no querías pasar el tiempo entre las cuatro paredes de una cocina, pero en realidad la cocina te ha llevado a muchos sitios y te ha permitido vivir muchas experiencias…

Es cierto. En todo este proceso, el periodismo como la gastronomía se volvieron dos campos en constante comunicación. Por ejemplo, gracias a una crónica que escribí sobre un panadero parisino, y a través de la cual me adentré de lleno en la cultura de este alimento esencial, me volví un apasionado del pan y es una de las cosas que estoy haciendo ahora. El periodismo me ha llevado a la gastronomía y también lo contrario. He pasado en es ping-pong los últimos años, pero complacido porque me di cuenta de que al fin se juntaron las dos carreras que estudié y que no necesariamente había previsto fusionarlas.

Háblame de tu primera experiencia como cocinero, en Nueva York. Debió haber sido la otra cara de la moneda de tu vivencia en París… 

Sí, fue totalmente distinta. Yo tenía 21 años y viajé con el ánimo de hacer una carrera allá. Primero trabajé en un supermercado de alta calidad, en la sección de comida preparada, algo que no era muy interesante culinariamente. Tuve problemas con los compañeros, pues me nombraron subchef del lugar y yo solo tenía visa de turismo. Así que era ilegal y extranjero. Había otros chicos con estudios y empezaron a hacerme la vida difícil. Lo dejé y me fui a trabajar en el restaurante de un hotel. Allí viví lo que significa ser cocinero en una gran ciudad. Entraba a dos de la tarde y salía a las doce de la noche. Tenía varios cocineros a mi cargo: eran mexicanos que habían cruzado la frontera corriendo; que tenían una vida mucho más dura que la mía. Todas las noches nos emborrachábamos, como una forma de desfogar toda la tensión humana y física que implica trabajar en una cocina, con ritmos estresantes; con una hornilla, una parrilla, una plancha, una freidora, todo alrededor de nosotros. Y en un subsuelo. Llegaba a mi casa de madrugada y me despertaba una hora antes de empezar a trabajar. Seis meses después, me dije no, yo no puedo acabar mi vida así.

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ESCRIBIR Y COCINAR

Las lógicas de la escritura y de la cocina, así como sus ritmos de trabajo, son distintos. En el proceso de escribir, te tomas el tiempo para pensar, repensar, editar, borrar, volver a comenzar… En la cadena de producción de una cocina o de un servicio, lo que cuenta es que hagas las cosas rápido y bien. Si pones a la gente a esperar, se irá a otro sitio. ¿Dónde encuentras los puntos comunes?

Yo creo que también en la cocina hay otras modalidades. No por nada existe el gran movimiento de slow food, que es algo muy conocido y muy importante. No tiene sus principios en la acción cotidiana del trabajo, que es algo que puede volverse hasta infernal, sino que parte desde mucho antes: desde la producción, la equidad de la relaciones, la justicia con los productores, los trabajadores, la limpieza de los productos… hasta terminar en una línea de producción que te permite llevar una vida más digna y más manejable como cocinero. 

El tipo de periodismo que yo hago es como esa cocina lenta. Me interesa ser muy observador, como periodista y narrador. Al pan que yo elaboro, por ejemplo, con masa madre, hay que dedicarle un tiempo largo, espera, paciencia, muchas horas. A mis textos, yo les dedico mucha autoedición y corrección. La crónica que escribí sobre un famoso  panadero, en París, me tomó nueve meses. El pan que yo hago me toma 24 horas, versus los panes de panadería industrial, que se elaboran en menos de tres.

Ahora estoy aplicando toda esta lógica a proyectos propios. Si decidiera ir a trabajar en un restaurante que fuera muy importante y muy conocido –cosa que no es de mi interés ahora- no podría llevar adelante las varias cosas que impulso ahora. Estaría entrando en la lógica netamente capitalista de la producción; en ese ritmo acelerado que es distinto a lo que yo estoy intentando hacer con mis proyectos: mantenerlos a mi ritmo, con un cierto control de por dónde van las cosas y practicar de esa forma algo que tal vez pueda calificarse como una cocina slow.

Llegaba a mi casa de madrugada y me despertaba una hora antes de empezar a trabajar. Seis meses después, me dije no, yo no puedo acabar mi vida así.
— Santiago Rosero
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IDÓNEA, EL PROYECTO DE RESCATE DE ALIMENTOS QUE TRABAJA PARA EVITAR EL DESPERDICIO ALIMENTARIO

¿Son estas las reflexiones que te llevaron a crear Idónea?

Sí. Volviendo al origen de Idónea, tras escribir una crónica sobre un restaurante que se llamaba Freegan Pony, en París, yo me prometí a mí mismo, que cuando volviera a Ecuador, desarrollaría un proyecto de ese tipo. Tenía clarísimo lo que quería hacer. Volví en 2017 y, para ese entonces, me había conectado con una chica ecuatoriana que vivía y estudiaba en Holanda y que tenía el mismo interés que yo sobre el tema del  desperdicio de alimentos. Amigos comunes hicieron de puente entre ambos. Yo le escribí por mail y empezamos una correspondencia que duró casi tres años. De vez en cuando, hablábamos por Skype y nos planteamos que, al regresar a Quito, pondríamos en marcha un proyecto conjunto. Ella volvió un año después que yo. En noviembre del 2018 nos encontramos y en dos semanas teníamos armado el proyecto Idónea-Rescate de Alimentos, que nació como una propuesta móvil. 

Nos instalábamos en distintos restaurantes de la ciudad y los ocupábamos por un fin de semana: el sábado servíamos una cena y el domingo, un almuerzo. Para conseguir los ingredientes, salíamos muy temprano al Mercado Mayorista, replicando la experiencia que yo había vivido en París. Hablábamos con los vendedores, para que nos dieran las cosas que ya habían separado, porque no los iban a vender. Algunos nos preguntaban quiénes éramos y qué hacíamos y nos daban los productos con

gusto. Otros incluso nos donaban cosas en muy buen estado, simplemente porque querían aportar. Una hora después, salíamos con dos camionetas repletas de comida, que nos ayudaba a trasladar gente voluntaria: cuatro, cinco, seis personas que acudían a nuestra convocatoria. Lo interesante es que siempre había gente dispuesta. 

Para convocar a los comensales, hacíamos un evento de FB y la noche de la cena llegaban 40 o 50 personas. Los sitios se llenaban rápidamente y los voluntarios no faltaban: si alguno de los que habían recogido se iba porque ya estaba cansado, había otros que venían a cocinar, a servir la comida o a recoger. ¡A veces teníamos demasiada gente! Era emocionante porque el proyecto convocaba a muchas personas: jóvenes, adultos, gente de ocupaciones distintas, de distintas edades. 

¿Los restaurantes les cedieron el espacio fácilmente? Para algunos no debió ser fácil aceptar la apuesta de servir a sus comensales platos basados en excedentes…

No fue tan difícil porque todos los lugares eran de gente muy abierta, algunos de ellos conocidos. Les explicábamos de qué se trataba y ellos respondían con entusiasmo, porque para algunos de estos profesionales, se trataba de un tema poco explorado. Les interesaba participar y de paso, era un baño de buena imagen para los restaurantes. Así que era una fórmula de ganar y ganar. A la hora de hacer la comida, la cosa se ponía muy interesante, porque solo sabíamos qué íbamos a cocinar cuando terminábamos la recogida de ingredientes, es decir, sobre la marcha. Generalmente, estábamos los voluntarios, el chef del restaurante, algún amigo cocinero y yo. Todo era muy abierto, muy colaborativo.

GRANDES PLATOS ELABORADOS CON DESPERDICIOS

¿Cuál es el mejor plato que recuerdas haber preparado en estas cenas y comidas hechas con “desperdicios”?

Una de las mejores experiencias fue cuando cocinamos en un restaurante llamado Laboratorio Gastronómico, en Quito. Además de mí, había dos chefs: uno de Indonesia y la otra, china de origen coreano. La comida terminó siendo un menú de cinco tiempos, con toques coreanos e indonesios. Fue algo increíble. Para la cena tuvimos cuarenta personas, además de diez voluntarios. 

¿Cómo se pone el precio a estos platos tan sofisticados, elaborados con productos “de segunda mano”?

Nosotros no cobramos precio fijo; la gente aporta voluntariamente como una forma de reconocer este trabajo. Lo único que estaba a la venta en estos encuentros eran las bebidas, con las que puedes ganar algo para mantener el proyecto. La gente pagaba 15 o 10 dólares por un menú con postre y bebidas soft. Muchas personas nos decían que cobremos más: veinte dólares al menos, pero yo no quería. Me interesaba romper esa lógica de transacción netamente comercial y mostrar que se trataba sobre todo de compromiso: nosotros hacemos este esfuerzo de forma voluntaria. Ustedes hagan lo suyo.

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¿Utilizaban todo lo que recogían? Si no, ¿qué hacían con los desperdicios de los desperdicios?

Como era tanta la comida que recogíamos, llegábamos a cocinar solo un diez o quince por ciento de lo que conseguíamos. El resto le exponíamos de forma atractiva para que la gente se llevara lo que consideraba que iba a consumir. Esto no dejaba de cuestionarnos, porque se trataba de gente de clase media alta de Quito, que pagaba 10 dólares por comida y además se llevaba alimentos gratis, alimentos que llegaban desde el campo ecuatoriano. Sin embargo, también creemos que, en la medida que se pueda reducir el desperdicio de comida, todas las iniciativas son valiosas. 

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¿El proyecto está cumpliendo su fin último de llegar a la gente más vulnerable? 

Sí, eso pasaba en los almuerzos de los domingos, en esa primera etapa. Entonces invitábamos a asociación o a algún grupo que tuviera relación con personas en situación de vulnerabilidad. Vinieron a comer con nosotros personas de la Asociación de Migrantes Venezolanos, médicos y rescatistas que permanecieron ayudando a los heridos y asfixiados en las jornadas de protesta de octubre pasado, en Quito; madres del albergue del Hospital de Niños Baca Ortiz y otros. Este es el pilar solidario del proyecto. Suena sencillo, pero se trata de alimentar con comida que se puede aprovechar y que iba a desperdiciarse, a la gente que más lo necesita.

El proyecto Idónea-Rescate de Alimentos lo empezamos en diciembre de 2018 y esta modalidad móvil, en distintos restaurantes, la implementamos en 2019. Hasta que en este año, 2020, empezamos a indagar en nuestra propia cocina, dentro de un espacio que hemos creado y que se llama Fermento Laboratorio Gastronómico. Con mi socio, Mateo Rubbettino, hemos adecuado una casa grande, con varios cuartos y tres cocinas. Allí funcionarán la cocina de Idónea; la cocina de Humo, con pizzas y otras preparaciones de tradición italiana, y una cocina central que servirá para que emprendedores y cocineros tengan un espacio adecuado: un laboratorio, para el cruce de ideas y la experimentación, siempre basados en principios de respeto ambiental, justicia laboral con productores, etc. 

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La cocina de Idónea ya está lista, gracias a una beca que ganamos de Greengrant Funds, una fundación internacional que apoya proyectos de sostenibilidad. La vajilla y los demás utensilios fueron donados por personas que los tenían en exceso. Todo, con la misma connotación del tratamiento de alimentos y con los mismos principios. 

¿Cómo ha afectado la crisis del Covid-19 al proyecto de Idónea y al espacio de Fermento?

El Covid lo que hizo fue modificar la idea inicial. De un restaurante abierto a distintos proyectos, que irían rotando en temporadas cortas, de un mes, ahora temporalmente se ha convertido en una tienda. La despensa de Fermento ofrece frutas, vegetales, productos artesanales, orgánicos, ecológicos. Adentro están los espacios que mencioné. 

Por lo pronto, seguimos haciendo entregas y vamos a servir aquí en los patios internos, con unas pocas mesas, con distanciamiento y todos los cuidados necesarios. Eso empezará esta semana (última de julio), con la primera edición de “Comidas clandestinas”.

¿De qué se trata?

Son comidas que no estamos promocionando abiertamente, sino solo por Whastapp. La convocatoria es para pocas personas, aunque quizás lo de clandestinas es algo exagerado, pero rima con Vicentina. Son grupos de confianza, pocas personas. Dentro de poco iniciaremos también el proyecto: Fermento es Calle (Martes Street Food). Tenemos algunos ingredientes que nos donaron y los transformaremos en un par de snacks, para comer al paso. Lo primero que vamos a sacar son sánduches de higo con queso manabita, ahumado con palo santo. (Manabí es una provincia de la Costa de Ecuador, conocida por su gastronomía variada y deliciosa). También prepararemos tortillas de papa, porque tenemos muchas de un costal que nos regalaron y vamos a aprovecharlas.

UN PROYECTO QUE NACE EN ECUADOR

¿Es difícil entrar, en una ciudad como Quito, cosmopolita y a la vez conservadora, con un proyecto tan innovador como este?

Yo creo que el proyecto ha llamado la atención del público y de la escena gastronómica, en la que yo no tenía figuración alguna antes de llegar a Ecuador porque estaba dedicado al periodismo. Llegamos con esta idea y la gente comenzó a hablar de ella. Sin embargo, yo prefiero mantenerme siempre del lado más alternativo de la gestión. Y digo alternativo, a falta de una palabra menos trillada. No me interesa el mainstream comercial, porque no veo esto como un negocio, sino como una plataforma de reflexión sobre la vida. En cualquier plato de comida se pueden identificar las problemáticas más álgidas que vive el mundo en determinada época.

¿Y cómo se lee todo eso en un plato?

Es un ejercicio que yo llamo disección y que practico sobre todo cuando estoy de viaje. Para mí, los viajes implican descubrimientos culinarios y culturales. Voy a los museos con mucho interés, pero también voy a los mercados con mucho interés. Si en determinado plato, un dato me llama la atención, me pongo a investigar. Es casi un ejercicio físico, es mirar lo que tengo frente a mí y hacer un zoom out hacia la economía, la ecología, las relaciones de poder, la historia. La última vez que lo hice fue en diciembre año pasado, en México. 

Creo que es necesario tener curiosidad y voluntad de aprender. Comprender que es valioso interesarse en el origen de la comida que consumes, para tener una mirada más crítica a toda la gestión. Esta pandemia nos ha puesto frente a eso, de manera clara y urgente. Lo ideal es que ese conocimiento se convierta en un compromiso en cada acto y decisión. En algo tan sencillo como elegir un pan: podemos combatir el desperdicio de otros recursos, evitar el consumo de plásticos o empaques innecesarios, etc. 

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La cocina ha sido, históricamente, el espacio de un trabajo no valorado, en donde se reproducen relaciones de inequidad, la asignación de roles tradicional. Tú apuestas a cambiar el mundo, precisamente de ese espacio ¿Cómo?

Te contesto con algunos ejemplos. Durante el paro de octubre, en Ecuador (una revuelta popular que  duró once días y dejaron igual número de muertos, tras la represión de las fuerzas del orden), armamos, con decenas de voluntarios, las cocinas comunitarias para quienes llegaban de provincias. Después, cuando terminó el paro, organizamos una comida a la que invitamos a esos médicos, a los estudiantes de la Universidad Central del Ecuador, que se jugaron la vida para curar a los heridos; a los voluntarios que participaron en esas ollas comunitarias, como una forma de reconocimiento y agradecimiento a ese trabajo. 

Teníamos previsto otro evento que se nos quedó, por la pandemia. La idea era invitar a empleadas domésticas, para que vengan con sus familias y con las familias de sus empleadores a sentarse, quizás por primera vez en muchos casos, a comer en la misma mesa. Que las empleadas fueran servidas por nosotros. Casi como un performance, una provocación. En algunas familias, eso no supondrá ningún problema, pero en otras, sí. Se trata de poner en tensión ciertos aspectos de la vida, a través de la comida. Y, de paso, hacerlo mediático; atraer atención al proyecto, para crear y compartir ese conocimiento.

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No parece fácil hacer algo así, en una sociedad tan jerarquizada y estratificada como lo es la ecuatoriana y la latinoamericana, en general, y donde las empleadas de hogar son consideradas, en muchos casos, casi parte del mobiliario de las casas…

Sí, esto me lleva a pensar que hace poco leí un artículo sobre un cocinero negro, llamado Antonio Gonzaga (un afrodescendiente que había trabajado como empleado de familias de alta sociedad argentina, antes de convertirse en una reconocida figura de la gastronomía argentina y publicar un libro de recetas que se convirtió en un best-seller). Se hizo famoso en Argentina, porque llevó partes más innobles de los animales a la famosa parrillada. Hizo que la alta sociedad empezara a consumirlo. Se trataba de uno de los chefs más importantes de la historia de la Argentina y era un negro.

En un país en donde se supone que no los hay…

Exacto.

¿Cómo se le quita la mala fama a la manzana podrida a la que se le acusa incluso de podrir a las demás?

El énfasis en el tema de las frutas y vegetales feos que se desperdician, cuando pueden ser aprovechados de muchas formas, conmueve a la gente, sobre todo en Europa. Si llegas a convencer con el mensaje de que se puede comprar y vender esos productos, como una forma de combatir el desperdicio, empezarás a tener gente que vaya a los mercados y los pida. Y gente dispuesta a venderlos, incluso con descuento. En lugares como Ecuador, todavía se mantienen vivos oficios como el de las peladoras de los mercados. Ellas pelan las patatas que están un poco dañadas y te las venden en buen estado. O pelan las vainitas que tienen alguna parte mala y te dan las arvejas perfectas. 

Pitajaya. Foto de Heather Ford para Unsplash

Pitajaya. Foto de Heather Ford para Unsplash

Hablando de perfección, tú has dicho que se pueden ver galaxias enteras en el corte transversal de una fruta…

Soy un apasionado por la composición, la fisonomía de la frutas y verduras, externamente y en su interior. Si cortas una pitajaya, por ejemplo, puedes ver un cosmos. En un brócoli romanesco hay una composición de composiciones: es un fractal, cada pico es una totalidad. 

Ahí está tu mirada de fotógrafo…

Sí. También el hecho de ser admirador del arte contemporáneo me ha dado esa mirada sobre la comida. Y vivir en París, que es una enorme galería, un museo de todo tipo de arte, también me entrenó bastante.

¿Crees que la estrella Michelín, considerada el máximo galardón a un chef o restaurante, pueda premiar algún día esfuerzos como el de la lucha contra el desperdicio?

Creo que ahí hay muchas cosas qué decir en ese tema. En general, cada vez más chefs de alta cocina, reconocidos o famosos, se interesan por una cocina más responsable y sustentable. Esa debería ser la característica esencial de un cocinero,

parte de la identidad del ejercicio culinario. Es como hablar de periodismo de investigación: es redundante. Pero es cierto que en la alta cocina, derivada de cocina clásica, todavía se desperdicia mucho porque se utilizan los alimentos más estéticamente presentables y el resto no se aprovecha. 

Las estrellas Michelín premian un montón de cosas: calidad de la comida, conceptos, ambiente, oferta, servicios. Esto implica una especie de pacto con un lado muy sacrificado con la explotación de recursos humanos, y naturales, que no necesariamente tiene un compromiso con los valores que hemos mencionado. Por eso, muchos han renunciado a este galardón, pues el aceptarlo implicaba, además, complacer solo al círculo de expertos, que dan la venia, con un costo del sacrificio y traición a ciertos principios que un cocinero debe tener. 

Un restaurante con una propuesta como lo nuestra, difícilmente aspirará a ese reconocimiento. Sin tener la pretensión de compararme con grandes chefs, creo que aprovechar la comida que se va a la basura, para hacer la mejor comida posible, debería ser otra característica de la alta cocina. Hay ejemplos: un famoso chef italiano (Massimo Bottura), que ideó refectorios, en Milán, en el 2015, aprovechando comida que se iba a desperdiciar, y preparando platos buenos y saludables para gente de escasos recursos. Creó un proyecto con su esposa y este se replicó en varios países del mundo: Inglaterra, Brasil, México. Ese y otros referentes como el peruano Palmiro Ocampo, son ejemplos de cómo, aunque estés en las grandes esferas de cocina, si tu preocupación va por ahí, puedes diseñar proyectos beneficiosos para otra gente. 

¿Cuál es tu sueño con Idónea?

Quisiera replicar la experiencia, con comedores móviles en barrios de necesidad. Crear buena comida para las personas de barrios, gratuita o a precios accesibles. Lograr que sean personas de la misma comunidad quienes sirvan a su gente. Y llegar también a través de food trucks. Hacer que la comida vaya a estos barrios. No todo el mundo puede pagar veinte y cinco centavos para subir a un bus e ir a comer a otro lugar. 

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EN CIFRAS:

-Según un estudio fechado en septiembre de 2019, en Ecuador se desperdician 939.000 toneladas de comida al año.

-En el mundo se produce un 60% más de los alimentos que necesitamos, pero cada día 40.000 personas mueren de hambre.

-Para producir alimentos se utiliza el 40% de la tierra del planeta, el 70% del agua potable y el 30% de la energía. Cada pieza de comida desechada se lleva una parte considerable de esos recursos.

-Desperdiciar un filete de carne equivale a hacer circular un automóvil cinco kilómetros, o a tener encendida una lámpara de 60 watts durante 70 horas, o a hacer funcionar una máquina lavaplatos cuatro veces.

-El dinero perdido debido al desperdicio alimentario podría servir para alimentar a 2 mil millones de personas, mucho más que el número de aquellas que pasan hambre en el mundo.

Te dejamos a continuación un vídeo en el que se explica el proyecto Idónea-Rescate de Alimentos, de Santiago Rosero. Con unas magníficas ilustraciones de Mario Salvador. Espero que lo disfrutes y te ayude a a entender este proyecto en toda su extensión.

MÁS INFORMACIÓN: Idónea-Rescate de Alimentos, Fermento Laboratorio Gastronómico.

FOTOGRAFÍAS: SANTIAGO ROSERO (@IDONEA_ALIMENTOS)

TEXTO: GABRIELA PAZ Y MIÑO (@GaBYPazyMiño)

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